En esos días de invierno en los que lo que más te apetece a media tarde es meterte bajo una manta con siete capas de ropa encima, es cuando llega una propuesta para ir al cine. Y vas. Que no se diga. Que si no, termina el día y miras atrás y no has hecho nada.
Pero si salir del sueño de una tarde de calorcito y chimenea cuesta, más cuesta ir al cine. En todos los sentidos.
En la puerta, una taquillera no siempre de buenas pulgas te asesta la no despreciable estocada de 7,60 euros la entrada. Un disparate.
Te adentras en la oscura sala de cine a la vez que te preguntas a cuánto estará el minuto de luz. Que con tal de no darme una hostia contra cualquier butaca o paquete de palomitas olvidado, yo se lo pago…
Y por fin te sientas en tu butaca, a tiempo de descubrir que, pese a que en la puerta te han asegurado que tu asiento está centrado, te espera más bien una visión diagonal del asunto. Sólo queda rezar para que el de delante no sea un gigante. Y…¡bingo!
Empiezas a resoplar y clamas al cielo un poco de calma y paciencia. Hay que disfrutar. O, al menos, amortizar.
Cuando han pasado apenas dos minutos de película, el proyector empieza a juguetear y a enfocar. Más bien desenfocar. Y cuando te giras hacia atrás como única alternativa con la cara roja de furia y echando aire por la nariz con ganas de que el responsable se percate y adivine que quieres que vuelva a dejar nítida la imagen, percibes una sombra oscura que se acerca desde la parte trasera de la sala.
Y mientras murmuras entre dientes: «Por favor, que no venga a mi fila», «Por favor, que no venga a mi fila», como una jaculatoria, te lamentas porque, ¡Oh! ¡Sí!… venía a tu fila.
Un bolsazo, dos codazos y un par de pisotones después, te dispones, por fin, a ver la película. E intentas entender lo que dice la aclamada protagonista a la vez que los de delante comentan en voz alta la jugada, los de al lado se morrean apasionadamente y el de atrás mastica incansablemente puñados de palomitas que le cuesta rebuscar en el cubilete acartonado que las contiene.
El aliento a carajillo dominguero y cigarro reseco que me llega a pequeñas ráfagas desde la boca situada a mi izquierda me hace tomar la decisión definitiva. Y encima, la película suele ser un bodrio.
Con lo bien que estaba yo con mi manta…